Tribuna ajena. El oficio de vivir y el azar. Teresa Zamanillo.
Antes que nada quiero agradecer nuevamente a Teresa Zamanillo, maestra en tantas cosas, que haya tenido la amabilidad de proponerme la publicación en este blog de una entrada de blog y reflexión personal de su pluma. No es por casualidad que su anterior entrada ocupa el segundo lugar entre las entradas más visitadas. Sus reflexiones son atendidas con interés. No me extiendo más. Os dejo directamente con sus palabras. (Joaquín Santos)
Todo lo que haces en la vida es oficio, actividad que se
conjuga con el azar con una intermitencia insistente; el oficio hace la rutina,
al azar hace lo que llaman suerte. Ambos, oficio y azar -quieras o no-, se
cuelan por los poros de tu vida. Pero mientras que el oficio se afana en
aprender, del azar puedes aprender mucho o nada. Porque a veces no lo aprecias,
es tan sutil que pasa por tu lado sin darte cuenta. Con el oficio te formas en
la realidad, en la seguridad, en la certeza, en la razón; con el azar te
abandonas al encuentro, al descubrimiento, a la aventura, a lo irracional de la
vida humana.
El azar es caprichoso y da miedo porque sabes que te puede
jugar malas pasadas, por eso pasas de él tratando de esquivarlo, porque puede
ser muy poderoso. Un día te enamoras y no contabas con esa sorpresa, estabas
yerma, plana, asolada, y ¡hete ahí! Otro día te encuentras con que tu amiga del
alma tiene leucemia grave. ¡Se la jugó! Y otro te haces una foto histórica con
el fundador de Ruedo Ibérico, nada menos, un individuo libre. Quedan pocos, por
eso te hiciste una foto con él. Además tiene en Cuenca una Fundación de objetos
encontrados en la que hay de todo. ¡Sorpresa! una vitrina con piedras de
corazones hallados en las playas. Pero ninguno como el que me tropecé por azar
en Menorca, fue un encuentro entre las dos, la piedra y yo, me dije. Te dio
fuerza, resistencia, estaba limpio por un lado y en la otra cara tenía las dos
heridas pasadas tuyas. Es así como se puede hablar con el azar que, sutil y
agazapado, se cuela por los poros del cuerpo, ese cuerpo que, en ocasiones, no
es más que un caparazón muerto, una concha fosilizada. Pero el azar te puede
hacer salir de esa concha.
Mi amiga se quedó viuda inesperadamente. Un infarto masivo
truncó una ilusión recién comenzada por internet ¡llevaban tan poco tiempo!
Además, ¡había viajado desde tan lejos para vivir con él! Se murió en sus
brazos. El dolor le paralizó durante un tiempo largo. Se quedó con el caparazón
muerto. Empezó a revivir poquito a poco cuando un pajarillo entabló contacto
con ella al posarse todos los días en el alféizar de su ventana. Ella no lo
atribuía al azar, tal era su necesidad de encontrarse con su amado. Sentía que
él se hacía presente para ella bajo esa forma, para acompañarla. Le hablaba, le
contaba cosas, se comunicaban. Otro día, al cabo de dos años o más del
fallecimiento de su hombre, encontró tres pelos de sus canas en su butaca. Su
alegría cuando me lo enseñó era inmensa, me encantaba su candor y la
naturalidad con que me contaba que su amado había vuelto para estar con ella
pues, después de tanto tiempo de haber pasado el aspirador por la butaca, no
podía ser otra la interpretación que había para comprender tal suceso. Presumo que
no se va a aventurar más después de aquello, aunque le dio fuerza para seguir
viviendo.
Sin embargo, hay a quienes les gusta el azar más que la
seguridad del oficio, viven constantemente en riesgo; son esas vidas azarosas,
entre ellas, las de aquellos que van voluntarios a las guerras, las de los que
juegan con las drogas o las de los delincuentes. También esos son oficios
porque en el oficio de vivir te pueden tocar distintas cartas, pero si te tomas
la vida como un juego puedes cambiarlas. Siempre estás a tiempo, mas, si lo
tomas como faena, se convierte en faenar, faenarse, afanarse, algo que no es tanto un juego como
una pesada carga que te dobla los hombros y la espalda.
Hay otros que tienen una vida azarosa sin haberla elegido
pero saben combinar el oficio con el azar, no lo rechazan, les viene y lo
integran en su vida haciendo del oficio de vivir un acto permanente de belleza
y amor: son aquellos que aman la vida por encima de todo a pesar de sus muchos
avatares. Son los que aprenden a dialogar con el azar. En el punto más alto
están los héroes conocidos ¡para qué nombrarlos! Todos los conocemos. Otros son
los supervivientes desconocidos que llevan sus vidas con digna dignidad frente
al peor de los azares. Uno de los peores -para mí, se entiende- es la
enfermedad crónica. Y si esta se une a otros condicionantes de la vida tales
como los conocidos en trabajo social (económicos, culturales, políticos, etcétera),
la dificultad para conjugar oficio y azar es muy alta. Es por eso que muchas
personas necesitan ayuda profesional.
Porque el azar sí puede demoler la vida de muchas personas
que no saben cómo salir de su devastación: desahucios y más desahucios, hoy,
tres niñas muertas por atropello, un árbol que ha matado a un hombre al
desprenderse sus ramas, tres en Madrid este verano, un cuerpo de un hombre que
se suicidó y cayó sobre el cuerpo de un compañero de trabajo de mi amiga y le
dejó tetrapléjico. Y así un largo etcétera, una ancha y larga lista mucho más
larga que el Amazonas.
Nuestro oficio de vivir es conocer y aceptar la sombra
apenas imperceptible de nuestra imagen, esa que se refleja cuando pretendemos
mostrarnos estupendos. Por eso, afanarse en el oficio no es rentable si no se
cuenta con el azar. Quien no reconoce el azar en su vida se azara. Pero hay
muchas personas que querrían ver predestinado y fijado su destino en esas
huellas imborrables que dejaron sus mayores ya muertos; querrían ver su vida
grabada en fósiles de museo para no tener que dejar ningún poro de su piel
abandonado a la incertidumbre, ese ineludible destino de las mujeres y de los
hombres que, queramos o no, vive pegado a nuestra sombra.
El destino es de por sí azaroso, es aceptar, según la
metáfora de la Szymborska, ser un grano
de arena indiferente a su devenir en un mundo que es destinado a hacerse
nada; sí, es aceptar ser un grano de arena sin devenir; es aprender a vivir en
lo incierto, en lo impredecible; es aprender a vivir con lo irracional de cada
uno; es aprender a sentir que la certeza no existe más en tu vida; es aprender
también a morir.
Y, por relacionar este escrito con el trabajo social, lo que
es mi intención, adelanto algo que he dicho en muchos foros: el trabajo social
se ha construido en la sociedad moderna como una profesión de control. Pero si
quiere llegar a ser una profesión de emancipación[i] habrá
que aceptar que la emancipación es una aventura humana que supone riesgo,
incertidumbre, lo imprevisible, lo irracional, etcétera. Y, si se acepta en uno
mismo, algo se puede trasmitir al otro, a aquel al que acompañamos en un camino
impredecible. Hoy más que nunca hemos de reconocer que la intervención social
necesita incorporar un gran esfuerzo de conocimiento aplicado para contribuir a
una cierta dosis de emancipación de los individuos con el propósito de que,
después, o, mejor dicho, a la par, podamos todos ser mejores ciudadanos. Igual
que están haciendo los movimientos sociales.
[i] Para conocer
las diferencias entre profesional del control y profesional de la emancipación,
ver artículo de Teresa Zamanillo: “Cambio o intercambio, hacia una relación
profesional no instrumental”. Revista de Treball Social, nº
126, junio. Barcelona, pp. 78-85
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